La figura enjuta de un octogenario anárquico en sus formas y diligente en sus fondos, una imagen abrumadora para todos los que pretendan fabricarse un Dorian Grey de alma menos corrompida, proyecta su alargada sombra sobre la historia de un género que trascendía los límites de cualquier manifestación cultural –dejemos de apelar a la música por una vez– por encima incluso de sí mismo. Una leyenda ambulante que acaba de publicar un nuevo disco con su banda y se sobrepone a decesos, excesos y recesos, hilada con trastabillante tenacidad y alimentada por las brasas de lo que una vez fue fuego en el cuerpo. La historia más grande peor contada, la intrahistoria menos interesante mejor plasmada, los usos y desusos de un talento descomunal y dudosamente orientado en ocasiones en que la codicia rompió el cofre de los buenos deseos. Un encofrado vital cuya descendencia se multiplica por siete, lo que le permitirá perpetuar sus genes en ocho hijos –por supuesto, de cinco mujeres diferentes-, cinco nietos y tres bisnietos que tal vez nunca serán conscientes de la rama genealógica a la que debe su apellido.
Este no es el perfil de un Rolling Stone cualquiera, sino un superficial análisis de sus otras vidas artísticas, pasando de puntillas por su facilidad para encamarse física y profesionalmente con todo tipo de gallinas de huevos dorados. Irregulares discos en solitario, desnortadas apariciones cinematográficas y alianzas (des)interesadas que engordan un currículo cuestionable en algunos tramos pero siempre apasionante. Mick Jagger es su nombre, de profesión sus labores, fanático del cricket, sir del imperio británico, romántico empedernido y ciudadano del mundo. Estos fueron, en pretérito perfecto simple, parte de sus poderes.
Performance (con Nicolas Roeg, 1970)
Una época turbia, ciertamente (¿acaso la banda más grande de los 70 tuvo alguna que no lo fuese?). Anita Pallenberg, una femme fatale que empezó a forrarse gracias a su fotogenia y a su promiscuidad para con el prójimo de cuentas bien saneadas, fue incluida en el casting de Performance, un innovador proyecto en el que andaba metido su amigo Nicolas Roeg, director “de culto” al que el surrealismo que cultivaba y su posterior imitación le granjearon dicho calificativo. En aquel momento, un Jagger más pendiente de no caer en el mismo pozo que su amigo Keith Richards le cogió las vueltas a la relación de éste con aquella y se acopló en el reparto de una de esas boutades lisérgicas de las que parecía formar parte sin necesidad de hacerse pasar por actor. No solo aprovechó para meterse debajo de su falda (una frase escrita off the record) sino para meterse en la piel de Turner, un yonqui de pasado estelar en eso de la música que se pasaba el día montándose una bacanal a tres con otras dos aspirantes a divas de las que nunca más se supo. Entre colocón y colocón de setas, descubre que los vínculos que le unen al mafioso al que aloja en el sótano son mucho más fuertes de los que parecen, aunque en una cinta tan mal estructurada era difícil establecer asociaciones ni hilar un guión olvidable a más no poder. Una película cuyo espíritu experimental la transformó en desconcertante e imprecisa y que al menos le sirvió al avispado Mick de algo más que de pasatiempo, pues de ahí salió “Memo from Turner”, una joya oculta de su cancionero que sería regrabada años después para uno de los más codiciados bootlegs que circulan por el mercado alternativo. En la versión original, publicada como parte del soundtrack del film, suena la guitarra de Ry Cooder. Muchas cosas se le podrían echar en cara, pero que tuviera malas compañías no es una de ellas. Y eso que habría que perdonarle pecados cinematográficos como los de Fitzcarraldo a las órdenes de Werner Herzog, en la que se eliminaron sus escenas, o la ridícula Freejack, ciencia ficción de cuarta regional que ni siquiera merecería mención de no ser por su (olvidable) presencia.
“You’re so vain” (con Carly Simon, 1972)
No debe ser bueno para un ego tan inflado ver cómo te dejan fuera de los créditos de una canción en la que has participado, aunque sólo sea haciendo coros. La historia comenzó un año atrás, en mayo de 1971, justo la víspera del enlace de Mick Jagger en Saint Tropez con una tal Bianca Pérez Morena de Macias, joven modelo nicaragüense del círculo de Andy Warhol a la que había conocido en un concierto. A ello volveremos luego, pero ese día nuestra estrella recibió la llamada de una vieja conocida: Carly Simon, una folk singer cuya carrera comenzaba a despegar y que era también célebre por el supuesto parecido físico con el Rolling Stone (mucho más real cuanto más miramos algunas fotos), lo invitaba a participar en el disco que andaba grabando aquellos días, el luego fantástico No Secrets. La cosa no acababa ahí, porque a propuesta de Seymour Peck, para más señas encargado de la sección de arte y cultura del New York Times, la cantante estaba dispuesta a hacerle una entrevista al coautor del disco que acababa de copar las listas en UK y que ella misma adoraba, Sticky Fingers. De aquella charla quedaron piropos mutuos y la puesta en común de ideas que desembocaron un año después en esta inesperada colaboración bautizada como “You’re so vain” (¿se dirigían el uno al otro?). La chica inmaculada, luchadora y dueña de sí misma con la que se identificaba toda una generación cantando al lado del hombre más endiabladamente sexy del planeta rock… Puede que la voluntad por no escandalizar al personal más allá de los límites puramente artísticos la llevara a no incluirlo en los agradecimientos ni en la lista de colaboradores, aunque lo más lógico es que se tratara de un mero e impensable despiste. Puestos a elucubrar, también hay quien piensa que en el encuentro en aquella cabina insonorizada hubo algo más que micrófonos. No hay más que recordar las palabras de Bianca (que lo aguantó hasta darle su primera hija, Jade) tras los ocho años de pseudo convivencia: “Mi matrimonio acabó el mismo día de mi boda”. Antes de la anunciada ruptura, sin embargo, a él le dio tiempo a dedicarle “Hey, negrit”’, una de sus composiciones más fallidas. Sí, era un mal presagio.
“Too many cooks (spoil the soup)” (con John Lennon, 1973)
Hacía cinco años que el encuentro entre los dos astros provocó un eclipse lisérgico y amistoso que cristalizó en The Dirty Mac, el supergrupo (primero de los que formaría parte el inquieto Jagger) de urgencia que Lennon se inventó para pasar más desapercibido en el especial Rock And Roll Circus, la carpa que montaron los Stones con la única pretensión de divertirse e intercambiar sustancias con algunos de sus amigos. Completaban la formación Eric Clapton a la guitarra (en plena recuperación creativa con Cream), Keith Richards al bajo y Mitch Mitchell (batería de los explosivos Jimi Hendrix Experience) en una alineación titular que salió a escena para arder con la llama de lo efímero. En apenas unos minutos tuvieron tiempo de grabar para la posteridad la mejor versión en directo de “Yer blues” (incluida en el White Album de los Beatles y por lo tanto difícilmente localizable en alguna revisión en vivo) y una esperpéntica performance que se dio en llamar Whole Lotta Yoko con la consiguiente intervención de la japonesa que le había robado la razón al otrora líder carismático de los de Liverpool. Pero no es eso lo que nos ocupa, sino la chispa que saltó de nuevo en la grabación de un tema brutal llamado “Too many cooks (spoil the soup)”, que les mantuvo ocupados en vísperas de Navidad, apenas unos días después del cumpleaños de John, en el estudio donde él continuaba buscando el rumbo idóneo para su carrera en solitario. Allí, en Record Plant, ejerció de productor y apoyo logístico para otra banda de auténtico infarto: Jim Keltner, Al Kooper, Jack Bruce y Jesse Ed Davis, con la colaboración a los vientos de Bobby Keys, ya convertido en miembro de pleno derecho de la tribu stoniana, y, sobre todo en los excesos, del esquivo Harry Nilsson. En realidad el título no era sino un juego de palabras entre “cook” (cocinar) y “cock” (vulgarmente, pene), aludiendo al exceso de hormonas masculinas que intervinieron en su gestación. Tras el consiguiente éxito –el tema no sería conocido por miles de seguidores hasta varios años después-, Keith Moon y Ringo Starr se unirían a la fiesta para que el fin de año de 1973 fuera inolvidable. Ciertamente, lo fue.
“(You gotta walk and) Don’t look back” (con Peter Tosh, 1978)
El título es una ampliación a conveniencia del original de The Temptations que se convirtió en una de las cumbres mercantiles del sello de Berry Gordy. Detrás de “Don’t look back” estaba la efervescente creatividad de Smokey Robinson, por entonces capitán de la tribu de los Miracles, y Ronald White, uno de sus compinches. Un profundo suspiro que exhudaba soul y sentimiento por cada poro que fue lanzado como cara B del exhuberante “My baby”, con lo que se podría pensar que los encorbatados dueños del cotarro musical de los 70 no depositaban demasiada confianza en su poder de convicción musical. Sin embargo, con el tiempo fue una especie de tesoro buscado por autores de toda índole, y ahí están nombres afines a la causa como los de Al Green, Bobby Womack o The Persuasions junto a otros impensados como Phil Collins, que la recrearon con mejor o peor fortuna –en el último caso no hace falta escucharla para saber de qué lado cayó la balanza-. Faltaba una visión diferente, y bajo las premisas del género al que por entonces se acercaba Jagger se estaba cocinando tal vez la mejor de ellas. La famosa imagen en la que posaba en Jamaica, alegre y quién sabe si seducido por la enésima sustancia volatilizable, junto a Bob Marley y Peter Tosh, hizo huir espantados a muchos de sus fans de base, en su mayoría ignorantes de que el reggae influyó en la carrera de los Stones en mucha mayor medida de lo que pensaban. El líder de los Wailers, músicos que arroparon a Marley durante la mayor parte de su carrera, ya había grabado una vehemente versión del tema y no vio mejor ocasión que aquel inesperado encuentro para invitar a alguien aparentemente ajeno a su cultura a remodelarlo y de paso darle un nuevo ímpetu comercial. Fue tan fácil como escucharse mutuamente y empastar sendos bagajes de la manera más natural posible. El cover fue incluido en Bush Doctor, un álbum que conoció la censura en el Reino Unido cuando a un minorista se le ocurrió prohibir su venta por el extraño olor que emanaba de la pegatina que ilustraba la cubierta. Al parecer, aquello tenía toda la pinta de haber estado envuelto en ganja (marihuana en el argot rastafari) o quién sabe si incluso envuelto de la misma materia. Todo apunta a que los días vividos durante la experiencia jamaicana fueron muy productivos no solo desde el punto de vista estrictamente musical.
“State of shock” (con The Jacksons, 1984)
Era arriesgado publicar un disco poco tiempo después de que uno de tus miembros, hermano para más señas, haya alcanzado la gloria y pulverizado todos los registros al grabar otro que más de tres décadas después sigue vendiendo copias en un momento en el que el soporte físico agoniza en la sala de urgencias del arte contemporáneo. Aun así, The Jacksons (ex Jackson 5) seguían en plenitud creativa con el benjamín prácticamente emancipado del seno familiar. Fueron el carismático Tito, un Jermaine recién devuelto al redil que luego también volvería a abandonar, y entre tanto desencuentro los pilares levantados por Randy y Marlon los que evitaron que Victory, el álbum en el que depositaron muchas de sus esperanzas de futuro comercial, pasase a la historia como el momento en que todo estalló entre los todavía niños prodigio de la factoría Motown. No se sabe si fue la amistad con Michael, que ejerció de productor, o su empeño por meter las narices (decir “los morros” sería demasiado obvio) en los créditos de cualquier gran lanzamiento del que tuviera noticia lo que resultó en una colaboración que también pasó con más pena que gloria en un track list demasiado irregular. Se fantaseó con la posibilidad de que Jagger acompañara al grupo en alguno de los posteriores shows en los que, por cierto, no sonaba ni una sola de las canciones incluidas en este trabajo, pero la cosa quedó en un intensísimo dueto vocal con Michael Jackson en “State of shock”, un arrebato de rock negro y adrenalina funk que luego intentaría igualar el británico, sin demasiado éxito, en sus diversas incursiones discográficas como solista. Un momento estelar que nadie debe buscar en youtube, puesto que no existe testimonio audiovisual alguno, con lo que la imaginación de cada cual hace el resto sobre lo que pudo pasar en aquel estudio y fuera de él.
“Dancing in the street” (con David Bowie, 1985)
En 1964 una tal Martha Reeves, entregada estrella negra que había llegado a poner en tela de juicio el éxito de las Supremes o las Marvelettes, grabó el himno por el que sería recordada para siempre e incluida hasta la obviedad en recopilatorios de música soul y/o rhythm & blues que proclaman a “Dancing in the stree”’ una de las cumbres del período 63-67, el tramo clave para que la Motown (no es la primera vez que el mítico sello aparece en este informe) demostrase la supremacía en el género que solo pudo disputarle la Stax. Dos años después una versión en clave psicodélica formaba parte del repertorio habitual de los directos de Grateful Dead, de quienes tomaron apuntes los miembros de Black Oak Arkansas para hacerla suya, mucho más regada de aroma sureño, en 1974. No fue hasta que Van Halen la rescataron en los ochenta con David Lee Roth gritándola en una sola toma que el tema volvió a cobrar la vida que en realidad nunca había perdido. Sea porque él mismo la tenía en la cabeza, sea porque alguien o algo la hizo volver a sonar en algún lugar cercano, David Bowie decidió escribir una adaptación propia mientras metía las voces que acompañarían la banda sonora de Absolute Beginners en los estudios Abbey Road de Londres. A la vez, quién sabe si por una llamada de última hora, el omnipresente Jagger no desaprovechó la oportunidad de acompañarlo en una sesión intensiva de apenas cuatro horas. Fue volar, ver, escuchar y convencer. El tremendo choque de egos que se esperaba durante la grabación no tuvo continuidad en el escenario, tras el frustrado intento durante el mastodóntico Live Aid de sincronizar la performance desde el estadio de Wembley en Londres, donde estaría tocando Bowie, y el John F. Kennedy Stadium de Philadelphia en el que actuaría el líder de los Stones. Una mala conexión por satélite hizo que todo lo dispuesto para el que sería uno de los mejores momentos del evento se fuera al garete y tuviéramos que conformarnos con la versión grabada. Magnífica, por descontado, y ahí está el vídeo rodado casi inmediatamente después de abandonar el estudio por las calles de Docklands, en la misma capital londinense, para los morbosos que aún hoy fantasean con un posible affaire entre los dos machos alfa más dominantes del rock de los setenta. Los más discretos nos ahorraremos pensamientos impuros.
“Glamour boys” (con Living Colour, 1988)
Se le podrá tachar de muchas cosas: inconstante, megalómano, egocéntrico, quisquilloso e incluso mezquino; pero en el haber de Jagger hay peso suficiente como para desequilibrar la balanza a su favor, siempre desde el punto de vista artístico. Su innegable visión comercial le ha fallado alguna vez, sí, pero el olfato para detectar el potencial de tal o cual banda o para arrimar sus ascuas temporales a algunos fuegos incipientes ha quedado sobradamente demostrado en ocasiones como esta. En plena resaca de la grabación de Steel Wheels, el disco que significaría el primer gran renacimiento de sus Satánicas Majestades al borde del siglo XXI, empezaba a “fichar” a bandas que podrían sucederles o en todo caso secundarles en las listas de éxito y las preferencias del público norteamericano. Amante de la música disco y el funk desde siempre, punto hortera incluido, supo que Living Colour, una banda negra capitaneada por un soberbio guitarrista llamado Vernon Reid, podrían reencarnarse en algo así como los hijos bastardos de un improbable matrimonio entre James Brown y Talking Heads. Y se puso a la tarea, claro. No solo les produjo Vivid, un fantástico y contagioso tratado de hedonismo roquerizado y orientado con inteligencia a la pista de baile, sino que volvió a coger la armónica para dejar unos apuntes en “Broken hearts” y unas entregadas backing vocals en “Glamour boys”, dos de los temas incluidos en esta joya. Era una buena manera de dejar su impronta en un sonido que creció con los años y las sucesivas grabaciones de una banda sencillamente fulminante en vivo, y así lo demostraron a finales de agosto de 1989 cuando se les encomendó la esforzada tarea de abrir para sus maestros en el primer tramo de la gira norteamericana. Como buen observador, otra vez, el astuto Mick consiguió ficharlos como teloneros para la gira que estaba a punto de comenzar con sus amigos Keith, Charlie, Ronnie y Bill (Wyman, que abandonaría el barco definitivamente al final del tour) a los que no importó en absoluto que estos descarados jovenzuelos les hicieran sombra por momentos ante diversas audiencias boquiabiertas que acabaron agradeciendo la jugada a su indómito líder. El precalentamiento de los Stones pocas veces fue tan intenso.
“The famous blues sessions” (con The Red Devils, 1992)
Bandas de blues hay muchas. La mayoría pasa sus días de gloria versionando con más o menos pericia a los grandes maestros que les hicieron reunirse y aprenderse sus canciones al dedillo, pasando largas y entretenidas horas en el local de ensayo y luego en el bar más cercano en el que les dejaran tocar, intentando labrarse una reputación entre la muchedumbre de colegas que hacen lo mismo que ellos, y con los mismos referentes. De todas esas oscuras agrupaciones que nunca traspasaron el umbral de los grandes escenarios y que solo dejaron constancia de sus habilidades en un único disco largo (King King, llamado así en honor al club de L.A. en el que lo grabaron completamente en directo y donde conocieron a nuestro hombre) y otro intento de continuación que se quedó en un EP de cuatro temas aún hoy perseguidos por los coleccionistas de exquisiteces. A mediados de los noventa, con el auge del grunge y los festivales alternativos, el purismo del blues parecía cosa de dinosaurios anquilosados en un terreno eternamente fértil pero demasiado hollado. The Red Devils se embarcaron, sin embargo, en una aventura que pretendía hacer de Mick Jagger el líder de la banda por un tiempo. Estaban seguros de que no había elección, máxime cuando él mismo se había ofrecido a tocar con la banda en 1992, subiendo las calorías de sendos clásicos de Little Walter y Bo Diddley. Las relecturas del género que los Rolling Stones habían llevado a cabo con tanto éxito y el carisma y presencia del culo más macarra a ese lado del Mississippí presagiaban que el proyecto se llenaría de coherencia y virtuosismo. Tanto fue así que al poco de su primer y falsamente fortuito encuentro en el escenario hicieron un hueco en sus respectivos viajes para reunirse en el Ocean Way Recording de Hollywood y dejar grabadas trece piezas de las de toda la vida, un incandescente fondo de catálogo de música antigua, maravillas casi ilocalizables en algunos casos y guiños al más genuino blues de Chicago. Así, de golpe y casi sin ensayos previos, dejando el corazón en cada rasgueo de guitarra y el pulmón en cada soplo de armónica, quedó listo un trabajo que teóricamente debería haberse editado como otra de esas incursiones extramatrimoniales de un Jagger que en realidad se reservaba el derecho de incluir alguno de estos temas en su inminente Wandering Spirit, el tercero de los trabajos bajo su nombre, que se publicó en 1993. Al final la cosa quedó en casi nada, salvo por el hecho de que circula por la red –y no es nada difícil localizarla- la versión íntegra del álbum con el definitivo título de The Famous Blues Sessions, del que tan solo un corte se incluyó en The Very Best Of, insulsa compilación que hacía de ese “Checkin’ up on my baby” de Sonny Boy Williamson II uno de los momentos más aprovechables.
“Nothing but the wheel” (con Peter Wolf, 2002)
12 de junio de 1976. Una fecha que a priori pasaría desapercibida en el calendario de cualquier aficionado al rock. A no ser que él/ella o alguno de sus amigos o familiares viva para contar lo que ocurrió en la plaza de toros Monumental de Barcelona la noche de aquel mágico día. En las más de veinte fechas que hasta la fecha han poblado la agenda stoniana en sus visitas a nuestro país, esa fue la primera que escribieron, y como resultado, aparte de no llenar ni de lejos el ruedo por el elevado precio de las entradas, los afortunados testigos del momento histórico pudieron ver a Ronnie Wood vestido de torero y a Mick Jagger recorriendo el escenario con el otro gran traje blanco de la historia (el primero lo llevaba un tal Elvis Aaron Presley, nativo de Tupelo, Mississippi). Cuando sonaron los primeros compases de “Under my thumb” todos sabíamos, incluso los que aún nos preguntábamos admirados frente al televisor quiénes eran aquellos señores tan raros que gritaban y se movían parapetados tras instrumentos diabólicos, que algo realmente grande estaba sucediendo. Las imágenes más célebres del historial de los Stones en España siguen siendo las de cinco años después, con la más popular tormenta del cielo madrileño empapando inmisericorde a las huestes que abarrotaban, entonces sí, el estadio Vicente Calderón, pero la semilla de la alianza de Jagger con el ex líder de la J Geils Band nació aquella primera noche. Peter Wolf, que había luchado contra los elementos –estos no tan fieros como los meteorológicos pero igual de implacables con su casi total indiferencia- ejerciendo de telonero con su banda, se quedó con el número de Mick y más de veinticinco años después consiguió que al menos le doblara las voces en uno de los temas que formaban parte de su sexto álbum como solista, un muy recomendable Sleepless. En “Nothing but the Wheel” suenan sus coros y en algún que otro tema también lo hace su armónica, a la par que los deshilachados riffs de Keith Richards, al que le pareció incluir en el mismo paquete de servicios por el mismo precio. Aunque sólo sea por un instante, ¿quién se resistiría a dejarles entrar en una canción?
Alfie soundtrack (con Dave Stewart, 2004)
¿Una banda sonora completa compuesta e interpretada por Mick Jagger? Sí, existe, aunque la película a la que acompañara fuera una absurda comedia con grandes pretensiones por listar en su reparto grandes nombres como los de Michael Caine y Jude Law. Si el film era perfectamente olvidable, el soundtrack, sin estar entre lo mejor de su discografía, no desentonaba demasiado en el contexto de una era de barbecho en la que los Stones andaban pergeñando otro regreso triunfal, que se produciría un año después con el tremendo A Bigger Bang. Estar sentado mientras sus compañeros seguían dirimiendo derechos, fechas de la próxima gira y arreglos finales no era algo que entrara dentro de los planes de Mick, que recibió la oferta de su amigo David A. Stewart (ex Eurythmics y necesitado de un buen golpe de talonario) para componer juntos más de una docena de temas que luego serían utilizados como señuelo para vender una cinta que de no ser por ellos habría pasado aún más desapercibida. De entre ellos fue la notable “Old habits die hard” –ojo, pocos sabían que una de las chicas que pusieron coros ahí era Katy Perry– la que sirvió como carta de presentación, un correctísimo medio tiempo pop rock sin demasiadas complicaciones que les valió un póker de premios, con lo cual el objetivo crematístico estaba cumplido de sobra. La gota de color en el track list las pusieron Joss Stone en “Wicked time” y Sheryl Crow, que se pasó a meter voces en la segunda versión del tema principal. Un último apunte para convertirlo todo en una bonita encrucijada: Alfie era un remake de una gran película dirigida por Lewis Gilbert en 1966 y también protagonizada por Michael Caine cuya banda sonora la firmaba Sonny Rollins, uno de los grandes saxofonistas del jazz que a su vez es el responsable del espectacular solo que suena al final de “Waiting on a friend” y por lo tanto colaborador de los Rolling Stones en su álbum de 1972 Goats Head Soup. ¿El destino hacía su trabajo o simplemente el círculo se cerraba de forma fortuita? Por si ambas respuestas se complican, habría que añadir que en 2011 Joss Stone y Dave Stewart formarían con Jagger, Damian Marley y A. R. Rahman la banda Superheavy, de vida tan fugaz como lujosa. La endogamia no es tan peligrosa como parece.
El diablo que siempre ha estado en todas partes hoy es viudo de una diseñadora, se alimenta exclusivamente de productos orgánicos y atesora una de las fortunas mejor guardadas de la historia del rock. En el tintero se quedan pequeñas y magníficas alianzas con The Chieftains, Eric Clapton, Dr. John, Leon Russell, Marianne Faithfull, Yoko Ono –a estas dos se les podría sacar mucho jugo, sobre todo a la primera, por haber formado parte activa de su vida tóxica y sentimental-, Billy Preston y Linda Ronstadt, entre muchas otras luminarias que cruzaron su órbita en algún momento. Pero eso será materia para un próximo artículo, si es que ni el lector ni el autor acaban condenados definitivamente al infierno que tal vez merezcan. Si es así, nos veremos allá donde nadie es acusado de lujuria al contonearse lascivamente mientras canturrea aquello de “it’s only rock and roll, but I like it”.