Weyes Blood podría estar en ese purgatorio entre la fama y la divinidad que atesoran, por lo menos en posicionamiento y seguidores, algunos de los grandes nombres que ejecutan su ritual alrededor de ese pop de dormitorio que, a pesar de su falsa simplicidad, se presta a mil interpretaciones y sentimientos. Y es que los hay, los sentimientos, casi tanto como estereotipos en la sala.
La norteamericana consiguió congregar en una noche memorable en Madrid a fieles de todo tipo y condición, quizá atraídos precisamente por esa amplia lectura de ángulos que ofrece el género y que magistralmente ejecuta ella, tanto en lo técnico como en su puesta en escena, elemento este último que quedó bien claro desde su aparición, en olor de multitud, antes de desplegar su divinidad con “It’s Not Just Me, It’s Everybody”, tema que se prestó a los primeros movimientos vaporosos que acompañarían toda la velada con ese cicerone que es la melancolía.
Sería la primera antes de abrir el repertorio de cuerdas. Preparada ya con su guitarra, “Children of the Empire” escondía esos primeros acordes majestuosos, suficientemente nostálgicos como para materializar ese sentimiento (ya lo advirtió ella) en “Diary”. No había que recorrer mucho más para entender que la noche iba a deambular entre esas tonalidades sonoras, también de pastel, y que la californiana iba a saber modular perfectamente esas cadencias, incluso con largos diálogos (los hubo) con la audiencia, como cuando presentó la proyección del videoclip de “God Turn Me Into a Flower” que le sirvió para convertir su voz en una silueta de claro contraste.
Todos esos gestos fueron celebrados por una audiencia entregada, todavía más si cuando sonaron los primeros acordes de la guitarra recién retomada de “Andromeda”, menos hiriente que algunos elementos de su sucesora “Grapevine”, pero que en el fondo seguían construyendo el sendero marcado para su concierto. Si de audiencia hablamos, la anécdota de recibir un ramo de flores no lo es tanto, o por lo menos, lo es menos que recibir un deuvedé al parecer de contenido comprometido. Pero, seamos claros, la espontaneidad en una línea prevista siempre adereza cualquier propuesta.
Tras este divertido paréntesis, “Seven Words” oscureció la sala, quizá necesitada de ese intimismo que arroja ya desde el inicio el paisaje dibujado por su teclista, y, por qué no, excelente preludio para entablar una nueva conversación sobre la astrología y la posibilidad de cambiar de signo si uno se siente sagitario siendo virgo, elemento cuya intención se le escapa al juicio del que escribe, pero que volvió a conectar con el público. Sonaría “Do You Need My Love”, coreada hasta la extenuación por esos seguidores que tuvieron, inmediatamente después, la posibilidad de romper la melancolía bailando con “Everyday”, una pieza que sonó, si eso es posible, todavía más beatleniana esta noche.
“Twin Flame” devolvería la vaporosidad, y es que la noche, lo mismo que cuando oscurece hasta que amanece, iba trazando paisajes desde lo acústico a lo más electrónico, desde esa tristeza hasta el efectismo de su ya conocido corazón iluminado en escena, que no se apagaría más que circunstancialmente (antes sonaría “Hearts Aglow”, con una interpretación impecable) hasta la entrada de la sonoridad acuática de “Movies”, momento en el que cierta fantasmagoría velaría por el final del grueso de una velada de melancolía sellada por el lanzamiento de flores antes de volver (su salida fue muy breve) para brindar la oportunidad a su público de sumergirse un par de veces más en su poemario con “A Lot’s Gonna Change” y “Picture Me Better”, tema que dejó en solitario a Weyes Blood en acústico para completar una gran noche de intimidad, conexión y fraternidad.
Fotos Weyes Blood: Álvaro de Benito
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