De todos los fenómenos incomprensibles del universo musical, hay uno que me trae de cabeza últimamente. Y no es otro que el que protagoniza Gracie Abrams, la artista que pude ver en directo el pasado viernes en Madrid.
El motivo no es otro que observar de manera flagrante como su tercer trabajo y primer largo, Good Riddance (23), punto álgido de su carrera y crecimiento artístico total, es del todo ignorado por la casi totalidad de medios musicales mientras que sus conciertos internacionales se suceden a golpe de sold out constante.
De esta forma, no es de extrañar que, al hablar sobre ella a amigos bien enterados del pulso musical actual, no les sonara de nada. Es un auténtico misterio; pareciera que sus virtudes sólo pudieran ser apreciadas si se tuviera veinte o menos años. Así, tampoco extrañaba que me encontrara más cerca de parecer un padre que hubiera extraviado a su hija en la pista del Wizink Center que un fan de Gracie Abrams.
Vayamos a lo realmente importante: el pedazo de concierto que dio la que también es, quién sabe si esto la ayuda o la impide llegar a más, hija del director de cine J.J. Abrams. La verdad es que no predije lo que se me venía encima. Las virtudes e inteligencia con que la norteamericana atacó la actuación son un auténtico disparate para una artista en loor de audiencias casi adolescentes que podría haber buscado lo fácil para darse un baño de masas.
Para empezar, como punto destacadísimo, cabe decir que el concierto en ningún momento se convirtió en una verbena o en un karaoke buscado para agradar al público. En absoluto: Gracie Abrams mantuvo su hipodérmico tono intimista durante toda la velada, algo dignísimo de aplauso, huyendo de toda facilidad o artificio.
La parte más sintética que pudiera destilar su bedroom pop fue desplazada en favor de su más creciente querencia folk. Una solvente banda de tres músicos y ella misma combinando teclados, piano y guitarra fueron los auténticos y únicos reyes de la noche. Nada de pantallas o juegos visuales propios de tiempos tik tokers, nada, La música y la emoción como únicos protagonistas.
Hubo que luchar como siempre con el saturado y poco agradecido sonido del Wizink Center. En especial, con una batería que parecía sonar como los fuegos artificiales de las fiestas de tu pueblo a cada golpe, aunque eso no fue óbice para resultar hipnotizados desde el primer minuto con el arranque nada evidente de “Where do we go now?” y que marcaría ya la tendencia a escapar de lo evidente en pos del escalofrío epitelial.
Gracie Abrams se mostraba segura y agradecida, visiblemente conmovida por encontrarse en el último concierto de gira europea del que le hubiera gustado no salir nunca, tal y como nos comentó.
Le sucedieron temas imbatibles como “Block me out”, y a la altura en que sonó mi tema preferido de su cancionero, “I should hate you”, ya sabía que aquello iba a ser gordo para mí, mientras sin saber por qué (o sin dejar de saberlo), mis ojos se pusieron a llorar comprobando que este golpe que me vino casi de puntillas a través del susurro penetrante de su voz me había afectado más que los conciertos recientes de The National o de Brutus, por poner dos ejemplos cercanos en el tiempo y que ni en cien vidas podría pensar a priori que resultara de esta manera.
Daba igual que las canciones buscaran más el lado epatante y más inmediato como “Difficult” o bien que su lírica se perdiera en jardines más intrincados como con “Full machine”, todo sonaba coherente, encendido, emocionado, vivo…Definitivamente, estaban pasando cosas.
Hasta hubo tiempo de que la agradecida cantante nos regalara un tema del todo inédito, “Delusional”, escrito junto a su mejor amiga, a la que llamó por teléfono en ese momento y, dicho sea de paso, sonaba desnudo y maduro con la única compañía de su guitarra eléctrica, digamos que todo remitía a un híbrido imposible y privilegiado entre la Lykke Li más introvertida y la Taylor Swift menos festiva.
Y cuando pensaba que no era posible mejorar lo visto y escuchado, Gracie Abrams terminó el show por todo lo alto con dos astazos seguidos de dramatismo máximo y desborde ventricular: su primer clásico inmortal para quien les escribe, “I miss you, i’m sorry” y la barbaridad que pensaba que no podría llegar a sonar en un estadio por su sutilidad, fragilidad e intimismo, “Right now”, descomunal latido de belleza casi invisible al que, valientemente, no siguió bis de subidón alguno, poniendo las cosas difíciles a aquellos que busquen un adocenamiento más mainstream en su horizonte y dejándonos allí igual de tristes e incompletos a quienes no conocen todavía la felicidad como a los que llevamos la pesada carga de haberla conocido.
Foto Gracie Adams: Live Nation