La noche vegetaba hecha de un gris pegajoso, como si el cielo ambicionara aplastarnos a todos con un trapo húmedo. Caminamos hacia el Teatro Metropolitan de la CDMX con la sensación de que el día ya había terminado varias veces. En la banqueta había manchas de agua vieja, bolsas rotas, el sonido de los vendedores ambulantes ofreciendo playeras de Dorian y botellas de agua a cien pesos como si fueran frascos de la juventud eterna. Ningún cielo se abrió, ninguna profecía cayó del firmamento. Solo la Ciudad de México extendiendo sus tentáculos eléctricos, arrastrando a cientos hacia el Teatro Metropólitan como si los hubiera hipnotizado con una miscelánea de nostalgia, zozobra y una necesidad casi visceral de escuchar a Dorian después de tanto tiempo. Había humedad en el aire, un zumbido de tránsito y un rumor insistente: “Hoy va a estar cabrón”.
Por las escalinatas del Teatro Metropolitan se movía la multitud; parejas abrazadas como si la música fuera terapia de pareja, grupos de veinteañeros con esa falsa calma de quienes fingen no temblar por dentro, adultos que pretendían recuperar un pedazo de juventud que quizá nunca se fue del todo. Un tipo con chamarra de mezclilla discutía con un amigo sobre si la banda era mejor en vivo que en estudio. Una mujer con cabello teñido de verde contaba a otra mujer de cabello rosa que había ido sola porque “nadie entiende mis gustos, y qué chingados”. Otros simplemente flotaban hacia sus asientos como si ya supieran que necesitarían apoyo físico cuando todo se desbordara.
dorio salió. Y la primera nota de “Algo Especial” atravesó el techo, las paredes, oídos, huesos y cansancios. En ese momento se supo que esa noche nadie iba a salir intacto. Bagazo tenía ese gesto suyo, entre santo y condenado. Esa forma de mirar al público como si todos tuviéramos un secreto en común. El set avanzó: “Paraísos Artificiales”, “A Cámara Lenta”, “El Temblor”. La multitud no cantaba: se desgarraba.
Uno los miraba a todos y pensaba: “Carajo, esta ciudad está rota, pero canta como si fuera su última oportunidad de ver un espectáculo”. Una chica a mi izquierda lloraba con la boca abierta. Un tipo detrás de mí grababa todo con las manos temblorosas, como si temiera olvidar quién era cuando saliera del teatro. El acto era hermoso, era miserable, era humano.

«México, quiero que ustedes sean el sexto integrante de esta banda» dijo Bagazo. Y la gente rugió como si fuera cierto. Y al final fue cierto. “Dual” se sintió como una confesión compartida. No era solo una canción: era un grito de guerra sigiloso. La liberación de ser. La libertad de no disculparse. La libertad de existir sin pedir permiso. El teatro respondió como si hubiera estado esperando ese himno toda su vida. “A Contraluz” explotó como un incendio en una ciudad de madera. Las luces iluminaban los rostros del público de una forma que los hacía ver más humanos, más cansados, más vivos. El sonido envolvió todo como una ola inmensa.
Hay momentos en los conciertos que definen todo. No suelen ser los solos espectaculares ni los gritos eufóricos del público. A veces son los instantes que no se planean, los que vienen del instinto. Bagazo bajó del escenario sin avisar. El público se volvió una ola descontrolada, pero no agresiva: una ola de manos que buscaban tocarlo para confirmar que era real. Caminó entre ellos como un hombre que está cansado de los reflectores y quiere sentir el pulso real de la gente. Y la gente se lo dio con una intensidad que rozaba lo religioso. La multitud se abría y se cerraba alrededor del vocalista. Era una escena que no pertenecía a ningún género artístico: ni rock, ni pop, ni electrónica. Era pura humanidad en su forma más ruidosa. Ahí estaba él, cantando a centímetros de caras reales, de sudor real, de vida real. Y ahí estaba México, demostrando lo que es: intenso, amoroso, peligroso, apasionado, voraz. Una mujer gritó en su cara: «¡Gracias, cabrón, gracias!» Y él siguió cantando, como si la gratitud fuera gasolina. Cuando Bagazo volvió a subir al escenario, el teatro entero parecía haber cambiado de temperatura.

«A Cualquier Otra Parte» fue la canción exterminadora. No hubo tiempo para respirar. No hubo tiempo para hacerse el fuerte. El teatro completo se puso de pie con un frenesí que rayaba en lo animal. Era un canto de huida, de búsqueda, de necesidad. Un final perfecto porque no pretendía cerrar nada; solo dejarlo vivo. Finalmente, «La Tormenta de Arena» cayó como un relámpago. No hubo calma antes; fue impacto directo. La canción sonó como si la banda estuviera tratando de sacarle algo al público, como si cada golpe de batería quisiera arrancar un recuerdo guardado demasiado profundamente. Un recordatorio de que todos hemos amado a alguien que se volvió viento. El público la cantó tan fuerte que, por un instante, la banda desapareció dentro del coro.
Cuando terminó el concierto, la multitud se quedó unos segundos sin moverse. Como si nadie supiera qué hacer ahora que la música había dejado de sostenerlos. Luego empezaron a salir, lentamente, con los ojos aún brillosos, con las voces desgastadas pero satisfechas. Afuera, la ciudad seguía siendo la misma: autos pasando, comerciantes vendiendo cigarros sueltos, parejas discutiendo, parejas besándose, chicos riendo borrachos. La vida normal, esa que te arrastra sin preguntar. dorio no vino a México a tocar canciones. Vino a recordarle a todos que sentirse vivo es más difícil… pero también más fastuoso. Esa noche, dorio no ofreció un show. Ofreció un aquelarre emocional. Un ritual ajeno a la belleza perfecta, pero lleno de verdad incómoda. Como la vida. Como el amor. Como escribir sobre música a las tres de la madrugada.
Fotos Dorian: Primario Films (Facebook de la banda).