Las luces se tiñeron de rojo, casi negras, hasta quedar en una penumbra que obligaba a afinar la vista. En el escenario, una ráfaga de flashes estroboscópicos empezó a golpear antes incluso de que nadie apareciera. Era la señal. Pasadas las nueve y media, Club de movimiento vagabundo salió sin hacer ruido, sin necesidad de presentación. Bastaron los primeros segundos de “Paseo de vuelta” para que el sonido —esa masa densa que construyen— se adueñara de la sala. El Sol quedó suspendida entre la calma y un zumbido que iba creciendo, como si el concierto arrancara desde abajo, desde los pies.

Lo suyo es delicado: sonar limpio y, al mismo tiempo, sonar sucio. Sonar grande en una sala pequeña. Y ayer lo hicieron sin esfuerzo aparente. Las guitarras de Alejandro Leiva y Pablo Vera formaban un territorio propio; el bajo de Iris Banegas marcaba el peso real de las canciones; los teclados de Alberto Aguilera (en ocasiones también a la guitarra) abrían huecos de luz o de sombra según el momento; y la batería de Pablo Salmerón hacía lo de siempre: ordenar. Hubo tramos en los que las voces quedaban tapadas, enterradas incluso, pero no desentonaba. Forma parte de cómo entienden ellos el directo, o al menos de cómo lo construyeron en esta ocasión: el muro de sonido empujaba hacia adelante aunque algo se perdiera por el camino.
A veces salen nombres como La cura oh Aplastando Calabazas cuando se habla de ellos. Tiene sentido, pero lo importante es que Club de movimiento vagabundo no tira solo de nostalgia noventera: sabe construir un lenguaje sonoro y lírico propio, personal y generacional. Aunque uno pueda reconocer ecos de esas influencias (del grunge al shoegaze) la banda ha creado algo que ya se identifica como suyo. Ese camino lo han trazado paso a paso: primero con dos EPs, luego con Claridad y Laureles (2023) y ahora con Distracciones (2025), un disco que abre ventanas y entra con más luz, más ritmo y más determinación.

La evolución entre ambos trabajos se nota aún más en directo. El primero es más nebuloso, introspectivo; el segundo, más decidido y frontal. Y, sin embargo, logran que convivan sin fricción en el setlist gracias a cómo enlazan los temas y a los coros, ahí Iris y Carlos tienen mucho que ver, que redondean el impacto. Y es que, más allá del sonido (y de la sorprendente cantidad de pedales a su disposición), la unión entre ambos discos es lo que más impresiona. No cortan el ambiente: lo estiran. Y lo mejor que se les puede decir es que saben crear un bloque preciso.
Por poner un ejemplo, a mitad de concierto, “La muerte del mañana” abre un camino que continúan con “Amigo” y “La grieta”, y ahí queda evidente cómo han aprendido a ordenar su propio universo. A partir de ahí todo fluye: vuelta al primer disco con “Casi un buen día”, salto a “Bandera Blanca”, regreso al EP con “Niebla” y “Los Ojos”. Las canciones se encadenan como si estuvieran escritas este mismo mes, no en distintos momentos de estos últimos cinco años.

La grieta” tuvo, además, su punto especial con la aparición de Puerto pequeño (Repion). Repitió su papel del disco y el tema creció un poco más. Faltó teresaque no pudo estar por motivos de salud, tal y como nos comentaron. Quien sí apareció en otro de los temas de la noche fue Lucas Sierramiembro de La Paloma: otro guiño a esa escena que se retroalimenta en estos gestos.
El cierre, con “Abismo”, “Cielo abierto” y “El destello”, funcionó como una despedida luminosa después de una hora y media que se pasó más rápido de lo esperado. Un broche directo, sin artificios, para una banda que sigue creciendo concierto tras concierto.

Unos días antes del concierto había leído una entrevista de Andrea Gerona a Mentes locas. Pablo (el batería) dejaba una frase que, sin querer, se me clavó en la memoria: “Sorprende el volumen de las hostias que damos. Parece que el directo va a ser más flojo de lo que realmente es. No somos ni macarras, ni punkis ni rockeros, pero tocamos más fuerte que los macarras, los punkis y los rockeros.”
Cuando la leí me pareció una declaración curiosa, casi una advertencia. Pero viéndolos allí, por primera vez en directo, la frase adquirió un significado distinto. No hablaba solo de volumen o de pegar fuerte al parche: hablaba de actitud. Tocan fuerte sin parecer agresivos; tocan compacto sin parecer rígidos; tocan desde un lugar que no es la rabia ni la impostura, sino algo más parecido a la convicción.

Y eso es lo que uno acaba entendiendo mientras pasan los minutos: que el directo de Club de movimiento vagabundo engaña a primera vista. Parecen más frágiles de lo que son, más tranquilos, más “indies” en el sentido superficial del término. Pero cuando arranca el set, cuando las guitarras empiezan a acumularse y la batería aprieta, te das cuenta de que no están jugando a ser nada. Lo suyo es pegada, sí, pero también precisión, densidad, claridad. Y una presencia que, con o sin ruido, deja huella.
Fotos Bum Motion Club: Víctor Terrazas