Psicocandy llegó un 18 de noviembre de 1985 para cambiar el rumbo del rock alternativo sin que La cadena de Jesús y María (recuerda su autobiografía) siquiera lo presintieran.
Da igual el tiempo que haya pasado desde entonces, sigue sonando tan desafiante, como emocionante y es una pieza fundamental que sentó las bases del shoegaze y el noise pop. Y es que Psicocandy más que un disco, es toda una abrasiva declaración de intenciones en cuyo interior latían melodías por las que se filtraba la influencia de Los Chiflados, Los Shangri-Las, The Velvet Underground y Los chicos de la playa.
Todo un collage emocional en el que las canciones no buscaban desarrollo, sino insistencia: riffs mínimos, letras sencillas y un muro sónico a lo Suicidio que se repeitía hasta volverse mantra. Todo lo que vino después y todas las bandas que les emularon, las conoces a la perfección.
Desde la apertura con “Just Like Honey”, Psicocandy expone su poética de contrastes: una melodía de ternura espectral, sostenida por un ritmo robado a «Be My Baby», que se hunde en un océano de ruido saturado. Una canción que podría servir de presentación del grupo —aunque «Al revés» llegara antes—, ese capaz de fundir romanticismo y devastación, dulzura y distorsión: la belleza hecha herida.
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A lo largo del álbum, ese principio se repite con distintas intensidades y matices. “The Living End” y “Never Understand” con su ritmo frenético y guitarras que chispean como si estuvieran a punto de incendiarse, son explosiones de energía adolescente, de esa rabia sin dirección que acompañó a la juventud de los 80 a los lugares más lúgubres. Por su parte, en “Taste the Floor” o “In a Hole”, el caos se convierte en textura y todo adquiere un sentido hipnótico.
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Aquí no hay virtuosismo, ni solos: hay tensión, repetición, un deseo de empujar cada uno de los cortes hacia sus límites físicos. Es un disco que parece grabado al borde de la autodestrucción, donde el ruido no adorna, sino que confiesa. “You Trip Me Up”, con su ritmo motórico y su tono entre burlón, es otro de esos puntos álgidos que nos habla de un enamoramiento contado como todo un ataque eléctrico. Cada pieza parece una variación del mismo sentimiento —una mezcla de deseo, desilusión y furia— expresado con los medios más rudimentarios posibles, pedales llenos de fuzz y una batería de pie aporreada por Bobby Gillespie. Esa crudeza le otorga al álbum un poder casi primitivo, como si los reid hubieran querido volver a la esencia misma del rock: la repetición del impulso.