
Mencionar a Raül Refree es pensar inmediatamente en una de las figuras que mejor han redefinido la música en España en lo que va de siglo.
Productor, multiinstrumentista y explorador incansable de territorios sonoros, su nombre aparece detrás de algunos de los discos más influyentes de las últimas dos décadas. Cada proyecto que toca abre una puerta distinta y expande la noción de lo que puede ser una canción. Por eso, cuando anunció la publicación de su primer libro, Cuando todo encaja: Apuntes sobre creatividad, resultaba fácil intuir que no sería un libro cualquiera, sino una ventana hacia su particular manera de entender la música y el proceso creativo.
Aquí no hay un repaso cronológico de su carrera ni un manual para aprender a producir canciones. Lo que ha escrito Refree es algo mucho más valiente: un manifiesto personal que se mueve entre lo filosófico y lo práctico, en el que reflexiona sobre la música, el silencio, el error, el tiempo, el ego y hasta el futuro. Más de doscientas páginas que se leen como una conversación íntima, de esas que te acompañan durante días y cambian algo en tu forma de mirar el mundo.
Es, sin duda, uno de los libros musicales del año, y me atrevería a decir de los últimos años, porque trasciende lo biográfico y lo técnico. No es solo la mirada de uno de los productores más importantes de nuestra escena, es un texto de referencia para cualquiera que quiera pensar la música, vivirla y cuestionarla de manera más profunda.
“No hay método; no puedo aceptarlo. Va en contra de lo que siento”
Es todo un placer hablar contigo, Raül. Enhorabuena por este trabajo: es una maravilla. A lo largo de las páginas del libro hay un concepto que actúa como catalizador: la emoción en la música. Y quería empezar preguntándote: ¿qué es para ti la emoción?
La emoción es el objetivo final al hacer música. Al componer, al decidir hacia dónde llevar una pieza, la emoción es la clave. No me interesa la perfección ni la técnica por sí mismas; me interesa que todo esté al servicio de que la música emocione. ¿Qué significa eso? Que no te deje indiferente. Que te toque, que te atraviese, que te llegue a un nivel que no puedas frenar.
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Otro elemento que tratas en el libro, y que está muy ligado a la emoción, es el pulso de la música. ¿Cómo dialoga ese pulso con el contexto en el que surge una obra?
El contexto es muy importante y está muy presente en el libro. Muchas veces los músicos se centran en hacer música sin entender que forma parte de algo más grande: una carrera, un contexto social. Gente como Tangana lo tiene clarísimo: para ellos el concepto es esencial. En cambio, la prensa a veces olvida esa pulsión emocional y se enfoca solo en el contexto: qué significa un disco en el momento actual, en la trayectoria del artista, hacia dónde puede apuntar. Pero todo es fundamental para entender una obra.
Me llamó mucho la atención tu explicación sobre cómo empezaste a dar más importancia a ese contexto. Agradeces en el libro la labor del periodismo musical, en especial de Rockdelux, y cuentas que con los años comenzaste a colaborar con la revista. ¿Cómo influyó esa experiencia en tu forma de entender la música?
Muchísimo. Me considero melómano antes que músico. Me encanta tocar y componer, pero disfruto todavía más escuchando música. He crecido así y he aprendido así. Haber sido periodista y tratar de entender la música de manera reflexiva me dio herramientas muy valiosas como productor y como músico. Me ayudó a comprender que un disco no es solo un disco: forma parte de una trayectoria, y no solo del pasado, sino también de lo que está por venir. Un disco puede mostrar quién quiere ser ese artista en el futuro.
Para ilustrar esta idea citas a Federico García Lorca…
Me encanta esa frase: “No vamos a llegar, pero vamos a ir.”
En la introducción del libro cuentas que fue Sergi Siendones quien te propuso escribirlo. En un principio habías pensado en algo más cercano a la ficción, inspirado en experiencias personales como tu gira por Estados Unidos. Sin embargo, la editorial buscaba otro enfoque.
Sí. Hacía tiempo que quería escribir un libro, pero siempre había pensado en una ficción, no en un ensayo. Cuando Sergi me llamó y me propuso escribir sobre el acto de crear, sobre el hecho mismo de hacer arte, me sorprendió. Le dije que tenía cosas escritas, pero todas eran ficción.
Nunca me había visto como profesor. Me han ofrecido dar clases o masterclass y siempre digo que no, porque no soy una persona de método. No repito lo mismo cada vez que me enfrento al proceso creativo, no sé explicarlo. Me guío por las sensaciones. Cuando empiezo un proyecto, voy hacia donde siento que debo ir en ese momento, no hacia donde creía que iría al principio.
Por eso me parecía muy difícil hablar de algo que está en constante cambio. ¿Cómo escribir sobre un proceso compositivo que siempre se transforma? Y, de repente, me encontré escribiendo sobre mi abuela, sobre experiencias personales que me permitían explicar cosas como la técnica, la emoción o la fragilidad. Ahí pensé: ‘quizá sí tengo algo que decir’. Y entonces me vi capaz de escribir un ensayo.
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Es un trabajo que prácticamente se podría entender como un antimétodo. Además, me parece muy interesante que son los elementos personales los que comienzan y terminan las historias y reflexiones. Por ejemplo, siguiendo la idea de emoción, como lo explicas cuando la recuperaste al ver a tu abuela tocar el piano en casa.
Sí, me lo han preguntado varias veces, incluso en redes: si el libro es técnico. Y siempre respondo que no, que es algo muy distinto, algo vivencial. No me veía teorizando ni sentando cátedra sobre algo que no entiendo del todo y que otros ya han explicado muy bien. Teorizar sobre cómo afrontar una composición no tenía sentido. Pero sí podía aportar algo personal, algo vivido, y eso me gustaba.
Por eso elegí hacerlo de esta manera. No le digo a nadie cómo hacer las cosas, ni me atrevería. Solo puedo contar por qué he llegado hasta aquí. Quizá dentro de diez años cuente otras cosas o descubra nuevas. Ahora puedo contar esto, y si sirve, resuena o simplemente entretiene, ya es perfecto.
«Me parecía muy difícil hablar de algo que está en constante cambio. ¿Cómo escribir sobre un proceso compositivo que siempre se transforma?»
¿Te preocupa que alguien lea el libro como un método de composición hegemónico que hay que seguir, aunque justamente luches contra esa idea?
No me da miedo, pero el libro es justo lo contrario. En la vida pasa todo el tiempo: grupos que salen en contra del sistema terminan siendo absorbidos por él. De hecho, mi mánager me contó que ya me han llamado de dos universidades para dar charlas, y pienso: ‘¡qué fuerte! Que algo que habla de no tener método, de vivir las cosas de manera muy epidérmica, acabe siendo solicitado en espacios donde todo debe estar reglado’.
No sé si lo haré. Lo que quiero es que la gente lea el libro sin buscar un manual ni una solución. Que piensen: ‘¡Ostras! A este le pasó esto, a mí me pasa lo otro’. Y que eso les dé alas para probar cosas. Eso es lo que me haría feliz.
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Hace poco estuve con un artista de conservatorio, Jaze, que me contaba que encontró la libertad creativa gracias a las batallas de gallos, cuando ni siquiera escuchaba rap. Me recordó a lo que cuentas en el libro sobre cómo las instituciones a veces pueden limitar en lugar de potenciar la creatividad. ¿Crees que la técnica puede convertirse en un obstáculo si no se valora la emoción o la visión personal?
Es exactamente eso. A lo largo de los años he conocido a mucha gente con un nivel técnico increíble que ha acabado dejando el instrumento. Creo que en muchos casos fue porque no se valoraba su emoción, su visión personal. Solo se pensaba en que tenían que ser lo que otros querían que fueran.
Entiendo que las escuelas necesitan un programa, pero pienso que, si aún no lo hacen, deberían entender que la personalidad es mucho más importante que la técnica. La personalidad emociona más, y para el futuro musical es mucho más valioso alguien con una visión única que alguien que repite ochenta mil veces lo que otros ya hicieron.
En el jazz ocurre algo similar: artistas como Andrea Motis o Rita Payés, que me encantan, comienzan interpretando estándares de jazz antes de poder crear libremente. Esto también pasa en la música clásica: primero aprendes los objetivos, los estándares, y después puedes explorar.
Sí, estoy de acuerdo, y te diría que yo no estoy en contra del aprendizaje, ni mucho menos. Creo que es fundamental aprender, reflexionar y seguir aprendiendo. Pero, cuando llega el momento de enfrentarnos a una obra, de ponernos a tocar, delante del piano o de lo que sea, tenemos que olvidarnos de todo. Y eso es muy complicado, es otro aprendizaje: hay que aprender a olvidar. Solo así se puede afrontar una composición con verdadera libertad. De lo contrario, es casi imposible sacar algo interesante.
¿Y esa libertad no genera inseguridad? ¿No te hace dudar de si te estás complicando demasiado la vida cada vez que empiezas algo desde cero?
Este ánimo de olvidar lo que ya he hecho y de estar constantemente buscando cosas nuevas, o de afrontar cada proyecto como una página en blanco, no lo vivo como una bendición. Lo vivo, más bien, como lo contrario.
Yo valoro mucho a la gente que encuentra una fórmula y la repite, que hace canciones o lo que sea con constancia. Pero yo sí que siento esta inconformidad constante con lo que ya he hecho. A veces empiezo un proyecto pensando: ‘Ah, qué bien, esto ya lo tengo claro, va a ser fácil’. Y al final… no.
Sé que podría hacerlo de manera sencilla, incluso mi manager me pregunta: ‘¿Por qué te complicas la vida?’. Y la verdad es que no sé hacerlo de otra manera. Cuando trabajo con alguien, a veces de golpe pienso: ‘No, esto no puede ser así’. No hay método; no puedo aceptarlo. El método va en contra de lo que siento. Y si me dedico a la música es porque siento cosas muy fuertes con ella. Creo que el día que deje de sentirlo, dejaré de hacer música. Al final, he creado conmigo mismo un contrato, aunque sea ficticio: no puedo mentirle a la música ni hacerlo a medias. Tengo que entregarme por completo.
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¿Te ha pasado alguna vez, quitando los años de infancia en los que estuviste como diez años sin tocar el piano, que hayas sentido: ‘Necesito un parón ahora mismo, no tengo conexión con la música y todo lo que haga no va a dar un resultado fructífero’?
Sí, muchas veces. Yo tengo el recuerdo de mis padres y yo llegando a casa, agobiado por las clases de piano, o diciendo: ‘Yo quiero dejar las clases’, y mi padre diciéndole a mi madre: ‘Claro que sí, se ve que el chaval está sufriendo, la profesora nos dice que no estudia, que no sirve…’.
Y bueno, hubo algo, no sé por qué, que me mantuvo ahí, terco. Tenía la sensación de que tenía algo que decir, aparte de la emoción, la emoción que te he dicho que sentía, una emoción profundísima cuando estaba cerca de la música, pero eso no era suficiente. Yo sentía que había algo, no lo había encontrado, pero sentía que había algo que podía decir, y eso es lo que me mantuvo.
Pero hubo muchos años en los que muy pocos valoraban mi visión. He sido muy tozudo con ella. Cierto es que parte de la confianza que he tenido a lo largo de los años se la debo a que, muy pronto, periodistas confiaron en mí y valoraban lo que yo hacía, cuando era menos evidente
En tu caso, tienes la suerte de poder trabajar con artistas que conocen profundamente su género y que eso te da tiempo y espacio para experimentar. ¿Cómo influye en tu proceso rodearse de artistas con un dominio tan profundo de su tradición?
Está claro que trabajar con grandes conocedores de un género, como lo es Rosalía, como lo es Rocío Márquez o Niño de Elche, o Lina en el caso del fado, a mí me da una libertad total. Porque ellos son tan conocedores que yo puedo ir hacia lados muy experimentales, o experimentar mucho, y seguimos allí en el género. No en el género ortodoxo ni mucho menos, pero a mí me dan una libertad total.
Lo de Lina me parece el ejemplo perfecto. Tú llegas con la idea preconcebida de hacer el disco a la guitarra y, de repente, encuentras una pianola. Tras probar, te das cuenta de que los mismos acordes funcionan mejor en ese instrumento, y el piano termina convirtiéndose en uno de los elementos centrales del disco.
Sí, eso fue el ejemplo claro de todo esto de lo que estábamos hablando. Yo estaba convencido de llegar con la guitarra, me puse a tocar y dije: ‘¿por qué no funciona? ¿por qué?’. Y no era una cosa evidente. La manager de Lina que estaba allí seguramente debía pensar: ‘Está muy guay, están empezando’, pero yo estaba allí y no lo veía claro.
Fue sentarme al piano y, de golpe, todo cambió, y no sabes por qué. Si me preguntas por qué no me sentía cómodo con la guitarra, te contestaría que no lo sé. Es algo, otra vez, epidérmico; hay algo que en ese momento veo que no encaja.
Lo que decías antes de la pulsión de salir del molde me parece muy potente. Pero, al mismo tiempo, pienso que debe ser agotador. Si yo tengo una idea preconcebida de cómo quiero que vaya una entrevista, y de repente me encuentro con algo que la cambia por completo (aunque me sorprenda y me guste más) siento que solo podría soportar esa incomodidad unas pocas veces. Si eso me pasara cada vez que trabajo, sería un desgaste mental, físico y emocional enorme. ¿A ti no te agota que tu proceso creativo te lleve constantemente a esa incomodidad?
Es mucho más duro, sí, pero no podría vivir en el otro lado. En este caso concreto, yo no podía haber aguantado diciendo: ‘Bueno, está bien la guitarra, está suficientemente bien’. No, hay algo que me incomoda. Estoy allí como… no sé, incomodísimo.
Las dos cosas son incómodas, pero me quedo con esa incomodidad que me empuja a encontrar lo que de verdad quiero.
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Otra cosa que me llamó la atención del libro es tu defensa del silencio. Yo, por ejemplo, soy alguien que lo respeta pero también le teme. En el periodismo, cuando hay un silencio, sentimos la necesidad de llenarlo, como si fuera algo incómodo. Tú, en cambio, hablas de que el silencio es tan importante como la nota misma. ¿Se puede estudiar el silencio? ¿Existe una forma de trabajarlo o es algo más intuitivo, casi visceral?
Yo creo que seguro que puede haber un método, no te lo sabría decir, pero sí te puedo decir que el silencio se puede trabajar y moldear. Hay que tenerlo en cuenta y entenderlo como parte de la obra. Muchas veces me digo a mí mismo que me gusta más en discos que he publicado lo que no he hecho que lo que he hecho.
La decisión de no hacer, para mí, a veces es más importante. La decisión del silencio, de esa nota que no has tocado y que deja el espacio ahí, a veces tiene mucha más emoción que el hecho de tocar. Y no solo porque ese espacio te da el trampolín para que la nota siguiente sea aún más potente, sino porque también en esa respiración hay mucha emoción en sí misma. Me parece maravilloso eso: la concepción de moldear el silencio, de jugar con él..
Lo que hablábamos antes de esta entrevista, de cómo John Cage sabía jugar y divertirse con el silencio.
Sí. En ese sentido, vi a Kendrick Lamar la última vez que vino a Barcelona, aunque en realidad lo había visto un par de años antes en Dublín, en la gira de Mr. Morale. Fui con mi hijo y me sorprendió mucho algo que hizo: terminaba una canción, el público aplaudía, y él dejaba pasar dos minutos antes de empezar la siguiente. Pero lo hacía a propósito, dejando ese punto de tensión al estilo del teatro de Castelucci. La gente no sabía qué hacer: unos aplaudían otra vez, otros chillaban. Se generaba una incomodidad increíble; parecía un fallo técnico… pero no lo era. Era precioso. Y cuando arrancaba la siguiente canción, te emocionabas mucho más.
Si te fijas, esto pasa también en la radio: me alucina cuando dejas un pequeño silencio después de una pregunta y el entrevistador se pone nervioso y lo rompe. O peor aún, cuando ponen una canción en la radio que tiene un momento flojo, o de silencio, y no pueden aguantarlo; de repente se incomodan y hablan encima.
También hablas del valor del error y del caos dentro de la música. Recuerdo el concierto de Vetusta Morla en el Metropolitano, con 38.000 personas. En la tercera o cuarta canción se les fue la voz y se produjo un silencio absoluto. Ellos lo abrazaron, lo explicaron, y al final ese error se convirtió en el momento más recordado del concierto, incluso en el nombre del documental que sacaron a posteriori: Bailando hasta el apagón. Me hizo pensar en lo que te pasó a ti con Albert Pla y la famosa silla: cómo convertir un imprevisto en parte del espectáculo.
Gran parte de lo que he compuesto en los últimos años surge del error. Diría que casi en mi manera de hacer música, el error siempre está presente. Me interesa mucho más una toma “mala” en la que pasa algo interesante que la toma perfecta.
Muchas veces me siento al piano, o estoy haciendo arreglos, y de golpe toco una nota completamente inesperada y digo: ‘¡Esto es increíble!’. O cuando a la voz se le rompe el timbre y desafina un poco: es algo bastante especial. Lo que decías de Vetusta o lo de Albert es exactamente eso: a partir de cosas inesperadas creo que pueden surgir ideas buenísimas.
Ha sido todo un placer hablar contigo Räul. Para terminar: ¿qué significa para ti la música?
Hasta aquí, la música ha sido el eje central de mi vida: de todo lo que he hecho, de mis amistades, de lo que he conocido, de los viajes que he hecho. Siempre ha estado en medio. He vivido por y para la música durante años. Era incapaz de pasar días sin tocar o componer; lo sentía como una necesidad profunda.
Ahora lo vivo de una manera algo más relajada, aunque sigo haciendo música cada día, y puedo permitirme ir de viaje y alejarme un poco. Pero, de algún modo, ha sido una necesidad vital desde muy pequeño. Recuerdo que mi padre me decía: ‘¿No puedes hacer un viaje en coche sin escuchar música?’. Para mí siempre ha sido eso: una necesidad, un alimento constante.