
Si tuviéramos que buscar el disco más vital, enloquecido, sudoroso, sexy y retorcido de la historia, posiblemente encabezaría el ranking el maravilloso segundo álbum de Los títeres.
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Fue en julio de 1970 cuando se publicó Casa divertidala obra más redonda editada por el grupo de Detroit. La continuación de su debut, publicado un año antes, iba varios pasos más allá, reflejaba la incendiaria actitud que la banda mostraba en vivo y contenía concentrado en tan solo siete temas y poco más de media hora, toda la rabia y la energía que terminarían definiendo a cientos de combos de garage y punk, en las siguientes décadas. ¿Se imaginan las carreras de RamonesLos calambres, la bandera negra, Motörhead, las rayas blancas o el primer Nick cueva sin haber escuchado a Los títeres? Nosotros tampoco.
Iggy Pop, Dave Alexander y los hermanos Ron Y Scott Asheton, no solo fueron capaces de digerir mejor que nadie las influencias de El terciopelo subterráneo, los Rolling Stones, las cosas bonitas O Los sonics y convertirla en un arma letal de rock and roll, sino que consiguieron ensamblar con brillantez sus guitarras punzantes y una base rítmica demoledora, con ese cantante que como fiera enjaulada ávida de sangre, se convertía en un animal aullante que se comía el escenario.
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Haciendo mención a la comuna en la que vivían y hacían sus fechorías, Casa divertida es la carta de presentación ideal para adentrarse en el universo de Los títeres. Un disco crudo, que nos los mostraba en su punto más álgido e inspirado, también gracias a la producción de Don Gallucci de los míticos Los reyesmen (los de «Louie Louie»), quien supo hacer que se movieran con soltura entre ese rock primitivo, la psicodelia, el blues fantasmal o el jazz más desquiciado.