Ángel Stanich ha regresado a la carretera con Una gira (aún) sin nombre. Un título que, lejos de sonar improvisado, encierra toda una declaración de principios. Quizá ahí resida el secreto. A veces, lo que no tiene nombre se mueve con más libertad, como si nadie pudiera reclamarlo del todo. Stanich vuelve a los escenarios sin otra bandera que el deseo, sin más excusa que el impulso. “¿Por qué toca hoy el bueno de Ángel?”nos preguntábamos antes de entrar. La respuesta, entre bastidores, era casi unánime: porque le apetece. Qué hermoso eso, hacer las cosas solo por gusto, aunque a veces se nos olvide.
Sin álbum nuevo y con Polvo de Battiatoaquel manual de alquimia y chulería cósmica, sonando ya como un viejo clásico cuatro años después de su publicación, Stanich volvió a subirse al escenario de La Riviera. Sin mucho aviso ni campañas, solo el rumor, el boca a boca y la confianza que se le tiene a quienes no prometen nada. A Stanich se le espera como a los eclipses: con curiosidad y algo de devoción. Y ahí estaba, ante poco más de un millar de fieles. Había quien venía a redimirse, quien venía a reírse y quien solo buscaba un buen motivo para perder el sentido un rato.
Stanich subió al escenario como quien entra en su propia leyenda: sin decir mucho, pero sabiendo que todos lo entendíamos. La sala entera se transformó en una especie de misa donde el predicador lleva melena (esta vez algo más recortada), barba filosófica y una guitarra que suena a evangelio. No nos engañemos: había ganas de verdad. Ganas de volver a escuchar esas canciones que huelen a madrugada extraña, a ironía disfrazada de mística; ganas de reencontrarnos con este trovador anacrónico.
La última vez que pisó este escenario fue en enero de 2023 (sin contar, claro, el décimo aniversario de Camino Ácido celebrado en la Galileo Galilei). A diferencia de aquel concierto esta nueva cita fue más terrenal, más doméstica. Sin invitados ni homenajes, salvo la aparición de Juan Torán, productor del artista, en algunas canciones. Solo Stanich y sus inseparables jardineros de Parques y Jardines, suficientes para sostener con orgullo casi dos horas de repertorio y diecisiete temas que resumieron lo mejor de su trayectoria.

Viejas caras conocidas, Álex Izquierdo al bajo, Semana de Ryjlen al teclado y Lete Moreno a la batería, compartían escena con nuevas incorporaciones, como Luis García Peñael chico nuevo de la oficina que toma el relevo de Víctor Pescador a la guitarra. Pasadas las 21:15, el quinteto irrumpía en el escenario con “Os Traigo Amor”, una de las canciones recientes que, inspirada en el universo de Los Simpson, ya apunta maneras de clásico.
El arranque encadenó una serie de golpes directos: “Día Épico”, “Nazario” y “Le Tour 95”. Cuatro temas, cuatro joyas que, desde los primeros compases, nos metieron de lleno en ese universo de hermanamiento y extrañeza tan propio de Stanich. Entre canción y canción, la banda se permitía divagar y jugar, más en clave de jam session que de concierto convencional. Mientras Ángel cambiaba de guitarra o afinaba, el resto improvisaba con naturalidad, entre guiños al funk, pasajes instrumentales e incluso ecos de Pink Floyd, que desembocaban, casi sin que nos diéramos cuenta, en el siguiente tema.

Tampoco faltaron temas de su EP de 2018, Máquinacomo “Qué será de mí” o “Salvar a las ballenas”; ni clásicos de su primer álbum, como “Carbura”; ni piezas más recientes, como “He ido más allá”. Y, como no podía ser de otra manera tratándose de un mago, también hubo algún truco. En la recta final del concierto sacó de la chistera un adelanto de un tema que “puede que salga o puede que no”, los caminos del Señor son inescrutables, que diría Rosalía, titulado “El Títi Emperador”. Como todo en el universo Stanich, nada está del todo claro, pero todo vibra con una lógica interna que solo él parece entender.
Aun así, Antigua y Barbuda (2017) fue la gran columna vertebral del concierto, con canciones ya imprescindibles como las mencionadas anteriormente, y otras que siguen siendo favoritas de los fans: “Hula Hula” (cómo olvidar aquel mítico piar de Manuel Campo Vidal), “Escupe fuego” y “Mátame camión”. Estas dos últimas cerraron el bis, acompañadas de “Metralleta Joe” y “Chevy ’57”, desatando una ovación final en la que el público llevó en volandas a Ángel Stanich, y donde, más que asistir a un concierto, parecía participar de un ritual entre la risa y la revelación.

No hubo discursos grandilocuentes, más allá de sus geniales ocurrencias, ni épica impostada: solo un tipo que canta desde algún lugar entre la meseta y el delirio, con la naturalidad de quien se ríe del mundo pero lo observa con ternura. Pasan los años, los discos y las canciones, y Ángel Stanich sigue pareciendo un accidente hermoso: un viajero que pasa, deja una señal y sigue su camino.
Quizá por eso la gente, o un servidor, lo sigue como se sigue a los cometas, sabiendo que no se ven todos los días. Cuando aparece, no queda otra que levantar la vista, dejarse cegar un poco y disfrutar del destello antes de que vuelva a desaparecer. Así es siempre con Ángel Stanich: uno sale con la sensación de que algo ha pasado, pero no sabría decir muy bien qué. Cuando las luces se encedieron, quedó claro que esta gira (aún) sin nombre es exactamente eso: imprevisible, libre y absolutamente estanichiana.
Fotos Ángel Stanich: Víctor Terrazas