“El mejor oficio del mundo”. Con estas palabras escogidas por Diego A. Manrique para titular su nuevo libro, inició el histórico periodista su intervención en el I Congreso de la Prensa Musical organizado por PAM (Periodistas Asociados de Música). A su lado, atendían y aguardaban su turno José Ramón Pardo Y Julio Ruiz. Tres leyendas vivas del periodismo musical que, de una u otra forma, han construido los pilares sobre los que muchos y muchas nos apoyamos hoy en este oficio. Pero esos pilares, más que cimientos firmes, han sido siempre un andamiaje frágil, expuesto a la precariedad desde sus inicios. Ellos mismos relataron en su intervención cómo sus comienzos estuvieron marcados por el trabajo no remunerado. A excepción de Manriquelos otros dos tardaron años en poder vivir de lo que escribían o comentaban en la radio. Es posible que sea el mejor oficio del mundo, pero también es, sin duda, uno de los más castigados.
Si ya fue difícil entonces para tres hombres blancos con cierto prestigio abrirse camino en el periodismo musical, la lucha de figuras como Patricia Godes O Marisol Galdón ha sido aún más compleja. Porque el periodismo cultural, y en especial el musical, está atravesado por barreras de género, de clase y de acceso. En una industria que se presupone progresista, al haber contribuido con creces a abrir a España a la modernidad tras la dictadura, la realidad es que sigue dominada por los mismos rostros y dinámicas de siempre.
Cinco décadas después de aquellos inicios, nos encontramos con un periodismo musical devastado, injusto y cada vez más irrelevante. La precariedad no ha desaparecido, se ha cronificado. Hubo una época en los años noventa en la que se nos hizo creer que el periodismo musical era indispensable. Aquel periodista que diseccionaba el último disco de Björk o descifraba las letras de Los Planetas se sentía en el centro de la cultura. Pero el ego siempre ha pesado demasiado en este oficio y, mientras la prensa musical miraba su propio reflejo con complacencia, las discográficas, los medios y el mercado fueron marcando las reglas de un juego donde la información se transformó en publicidad encubierta y el rigor quedó supeditado a la necesidad de encajar en el engranaje de la industria.
La llegada de Internet y la proliferación de blogs y revistas digitales nos hicieron creer que la democratización de la crítica musical iba a ser posible. De repente, cualquiera podía escribir sobre música. La otra cara de la moneda fue que esa apertura también trajo consigo una progresiva desprofesionalización del sector. Para entender la precariedad que atravesamos, lo primero que debemos hacer es autocrítica. Durante demasiado tiempo, quizá como placebo psicológico contra las condiciones o quizá por exceso de amor, hemos asumido que el periodismo musical es más una vocación romántica que un trabajo. Nos hemos tragado el cuento de la «pasión por la música» mientras aceptábamos pagar por cubrir festivales, depender de contratos publicitarios o esperar con gratitud un pase de prensa. La realidad es que este trabajo ha sido en muchas ocasiones despreciado, pero lo peor es que nosotros mismos lo hemos permitido y hasta justificado.
Y aquí estamos. En nuestro caso particular, llegamos a este oficio muchos años después, y lo hicimos en un mundo en ruinas. Lo más habitual ha sido escribir sin nada a cambio, totalmente gratis. Hemos trabajado sin derechos, pero sobre todo sin perspectivas. Porque una palmadita en la espalda, un “gracias” o un vinilo no pagan facturas. Y por eso también somos parte del problema. Lo bueno es que este primer encuentro del pasado 10 de marzo en la sede de Aie (patrocinador de un evento que también fue posible gracias a la colaboración de la Fundación SGAE) nos hizo entender que, al menos, no estamos solos.
Alrededor de cien periodistas musicales nos reunimos para compartir diagnósticos, experiencias y propuestas en un congreso que dio el pistoletazo a las once de la mañana y terminó más allá de las seis de la tarde. Un foro en el que, más allá de los debates sobre el presente y el futuro del oficio, nos encontramos cara a cara con quienes nos han formado y nos siguen formando. Con quienes admiramos tanto o más que esos músicos que nos mueven a todos a estar aquí. Porque sí, escribimos sobre música gracias a los discos y las canciones que nos han marcado, pero también gracias a los artículos de Elena Cabrera, Sara Morales O Carlos Pérez de Ziriza; a los programas de José Manuel Sebastián en Radio 3, a los artículos o podcast de Manuel Pinazo en esta casa, la frescura de Diego Rubio Y Marta España el peso y la influyente trayectoria de Santi Carrillo O Jordi Bianciotto o al trabajo de Alberto Cortés en su aventura de Revista ERA.
Todos ellos moderaron y protagonizaron, entre otras y otros profesionales, algunos de los debates, pero también lo hicimos aquellos que, desde el público, participamos en las discusiones. Desde las revistas más grandes del país hasta los proyectos más pequeños y autogestionados, habitamos durante unas horas un espacio en común, imprescindible en tiempos de individualismo y extrema competencia.
Nosotros tres, seguramente los últimos monos del lugar, observábamos esos debates desde la periferia. Escribimos en algunas de estas revistas, sí. ¿Vivimos de ello? No. Puede que esa sea la razón por la que escribimos este artículo editorial: porque no dependemos del periodismo musical para vivir, pero sí necesitamos que la situación cambie drásticamente. No solo por nosotros, sino por quienes estuvieron antes y por los que vendrán después.
De este congreso, como mínimo, debería salir algo en claro. Unas nuevas raíces para este tronco seco al que todavía llamamos periodismo musical. Como mínimo, debería establecerse el respeto a la labor de las pequeñas revistas, el fin de la aberración de pagar por cubrir un festival, el reconocimiento del trabajo de los fotógrafos o el rechazo a que las grandes discográficas exijan preguntas filtradas antes de una entrevista. Y, si no es así, que al menos sirva para que los grandes medios y los periodistas más consolidados se planten ante estas prácticas, denunciándolas hasta el punto de llegar a rechazar la entrevista a tal artista o cobertura de un festival si no cumplen con estos requisitos.
Uno de nuestros referentes, Fernando Navarrodio con la clave al poner el foco en un elemento fundamental: lo más importante de nuestra labor son aquellos a quienes nos dirigimos. “Los músicos no nos necesitan, tenemos que meternos eso en la cabeza”, argumentó, calibrando el impacto de las redes sociales en las últimas décadas. Escribir para el público es una obviedad que conviene recordar en estos tiempos donde a menudo gastamos demasiada energía en contentar a los artistas o discográficas de turno. “Nuestra batalla es contra la ignorancia, más aún en los tiempos que corren, y para ello debemos tener un compromiso con el rigor, con nuestro saber hacer y con nuestro propio conocimiento. Nuestro trabajo tiene más que ver con escuchar que con hablar, para luego poder contar”. Sin olvidar tampoco el criterio propio, que resulta elemental para la labor del crítico y del cronista, otra de las grandes diferencias respecto a ese grupo de creadores de contenidos e ‘influencers’, quienes viven su época dorada: “Si yo escribo sobre Bob Dylan es porque he escuchado a fondo su discografía, y eso es lo que luego va a respaldar lo que cuente sobre él”.
Que el periodismo musical deje de ser un ejercicio de egos y se convierta en una lucha colectiva. Que cada entrevista, cada sala de conciertos, cada espacio de trabajo sea un lugar seguro para todos y todas. Que todas estas reivindicaciones, que en cualquier otro sector serían derechos básicos, dejen de ser aquí, por fin, meras aspiraciones.
Fotos I Congreso de la Prensa Musical: Fernando del Río (para PAM)