Había algo de sensación de limbo a la hora de encarar el concierto de Parada el pasado viernes en Madrid. La reciente charla que tuve con Enric para esta casa nos dejaba una gran incógnita abierta ahora que la gira de salas estaba a punto de tocar a su fin. No quedaba claro si estábamos asistiendo ante el comienzo de una nueva etapa para ellos o al cierre definitivo de su carrera y de una banda que, simple y llanamente, representa la manera de sentir y asimilar la vida cotidiana para tantas y tantas personas que conformamos su fiel parroquia de seguidores.
Es por ello que la liturgia se presentaba como un acontecimiento especial, ingrávido y que supondría la enésima muestra de comunión en una historia realmente bonita, escrita de polo a polo entre la banda y su audiencia. La sala Riviera presentaba una entrada considerable, rozando el lleno y se notaba en el ambiente la inquietud y la complicidad de almas entre los asistentes ante la espera de la salida del quinteto al escenario.
El año pasado ya pude disfrutar de su directo en Tomavistas y, pese a tratarse de ser un festival y una hora más o menos vespertina, pude apreciar a todas luces lo bien engrasada y apasionada que sonaba la banda, tal y como desde tiempos tan tempranos nos han demostrado siempre. Y ahora, en sala, como únicos y absolutos protagonistas, desde luego que no iba a ser menos.
La historia de un sueño, la convicción firme de no hipotecar ni un gramo de la esencia de lo que eres teniendo como único fin último mostrar la honestidad emocional y humana más maravillosas que se recuerdan. La poesía del día a día, de encontrar el abrazo, la palabra, la persona o personas, en definitiva, cómplices de esta aventura apasionante y dura que es la vida a flor de tierra.
Enric Montefusco, Piti Elvira, Ricky Lavado, Ricky Falkner Y Víctor Valiente estuvieron, cada uno desde su posición y reconocible actitud, inmensos, remando todos en la misma dirección: la de transmitirnos la esencia de lo que son las canciones de Parada con la ilusión y el oficio más imperecederos desde que arrancó la velada con la entusiasta “Me gusta tanto”.
El grueso del show estuvo basado en sus dos obras a mi juicio capitales, Vivalaguerra (2006) Y Adelante, Bonaparte (2010), siendo las canciones que más me llegaron las menos esperadas de este último, “La familia inventada” y “Hay que parar” con la que fue inevitable que afloraran las lágrimas en la coyuntura propia que estábamos viviendo allí mismo. No faltó una mirada al pasado fugaz, pero defendida con auténtica contundencia y vigencia, “Ride down the slope” de Coleccionista de recuerdos (02), el disco con el que yo conocí a la banda.
Otros momentos de espectacular intensidad fueron la siempre infalible y tensa “Poema nº3” y el desarrollo instrumental de una descomunal “Moriréis todos los jóvenes”, junto a la coda coreada por miles de almas de “La mirada de los mil metros”.
El concierto transcurrió como un suspiro fugaz, entre abrazos, voces y miradas hermanadas, hasta llegar al infinito trotar de ese incombustible canto a la esperanza romántica de “Adelante, Bonaparte (I)”. Y allí nos hubiéramos quedado eternamente colgados, en ese aplauso sin fin de ellos a nosotros y de nosotros a ellos. El agradecimiento va por dentro y por fuera, el de habernos ayudado a dibujar entre lo dulce y lo amargo episodios de nuestra existencia que nos han ido construyendo hasta lo que somos hoy. Esto quedará registrado.
Foto Standstill: Raúl del Olmo