Corría el Verano del amor y mientras Scott McKenzie aconsejaba ponernos flores en el pelo si íbamos a San Francisco, y la psicodelia y el hipismo lo impregnaban todo, en la costa opuesta, un joven neoyorkino de veinticinco años, debutaba junto a la cantante alemana Nico y su banda, con el declarado por Rolling Stone como «más profético álbum de rock jamás hecho». Del álbum sólo se venderían 30.000 copias. El nombre de la banda ya auguraba el nihilismo y la crudeza del rock más poético. Ese terciopelo clandestino era el título de un libro sobre sadomasoquismo y demás parafilias que se daban en la sociedad norteamericana de los años ’60, escrito por Michael Leigh, que un amigo de Lou Reed encontró tirado en el suelo. Había nacido The Velvet Underground.
Leonard Cohen dijo que todo alberga una grieta y es por ella por la que atraviesa la luz. También podemos retorcer sus palabras y pensar que en esos años repletos de flores, sol e himnos de libertad, alguien se dio la vuelta y cruzó esa grieta en sentido inverso para habitar el submundo, el callejón húmedo y melancólico, la aberración y lo salvaje.
Lou Reed no llegó para hacer canciones de surf, no vino a cantarle a la paz y al amor. Lou Reed, el adolescente tratado con electroshock para corregir su tendencia al amaneramiento; el licenciado en Literatura Inglesa; el joven que sufría «delirios y alucinaciones y ve arañas caminar por las paredes»; el que lee a Ginsberg, a Burroughs, a Gore Vidal y se enamora del relato de Delmore Schwartz, En los sueños empiezan las responsabilidades, llegó con su tozudez creativa a hablar de todo lo que nadie quería ver, y lo hizo de un modo insobornable. Lou Reed, el experimentador, el que escribe una canción de amor a la heroína, sin heroísmo, rompiendo una y otra vez la camisa de fuerza de lo convencional, sacudiendo estándares puritanos con su mirada sin fondo y su voz semihablada.
Lou Reed fue el retratista del Lower East Side, de su periferia y su desesperación. Pero, en realidad, le cantó a todas las almas descarriadas que la sociedad, en general, apartaba del foco. Y lo hizo ignorando todas las fronteras, las estéticas, las literarias y, también, las morales. Con la Velvet aulló lúcido y salvaje hasta 1970. De ahí en adelante, continuó en solitario su búsqueda y lo hizo siempre desde dentro, desde lo hondo, deslenguado, feroz y cascarrabias, alérgico a la prensa, dando a probar el gusano que habitaba la venenosa belleza de la Gran Manzana. Convirtiendo en arte cada estampa de la neurosis urbana a la que puso música de un modo tan hipnótico como decadente.
Lou Reed, emparentado con el malditismo visionario de los poetas simbolistas, como un Baudelaire del rock. ¿Quién debutó con un disco que tardó un año en encontrar discográfica, que apenas se vendió y no tuvo trascendencia? Él. ¿Quién podría debatir entre dos de sus discos cuál era el más maldito: su Berlin o su Metal Machine Music? Ambos incomprendidos, ambos vapuleados. El primero, tan hermoso como violento, llegó incluso a ser censurado en muchos países. Dos vinilos considerados ahora, a su manera, como obras maestras. Berlin fue presentado por primera vez en directo en el 2006, y capturado por el director y pintor Julian Schnabel. Metal Machine Music, «capricho de rock-star» o «tentativa de suicidio comercial», dijeron, fue adaptado para orquesta de cámara de la mano de Ulrich Krieger, en 2002. Ambas obras son ahora consideradas tan influyentes como malditas. Al gurú del underground, no se le dio bien el negocio. La influencia, sí.
Tuvo que llegar el disco New York (1986), para que Lou Reed el incómodo, el de los versos descarados y afilados como navajas, empezara a ser reconocido. Poco importó que otro visionario como él, el inconmensurable David Bowie, hubiera abrazado/producido con liturgia su Transformer, en 1972. Lou Reed, el poeta del rock, estaba sembrando el futuro de la música desde que llegó y sólo una minoría hambrienta y ansiosa parecía haberse dado cuenta. Y así hasta el final. Su último disco, Lulu, inspirado en una obra de teatro de 1937, que salió a la luz en colaboración con Metallica, también ha sido vilipendiado e incomprendido por la mayoría de críticos. De él podemos leer desde quien lo considera «una atronadora ópera rock contemporánea, excesiva y carnal, densa y atrevida», hasta los que hablan de «un fracaso catastrófico en todos los niveles». Lou Reed, fiel a su búsqueda, libérrimo y siempre Él, cierra el disco con la compleja y fastuosa «Junior Dad» (19 minutos y 29 segundos), y lo acompaña de dos maravillas más: «Iced Honey» y «Cheat on me».
Incluso no estando ya con nosotros, tuvo un último e inesperado acto poético. Cuatro años después de su marcha, entre sus escritos y recuerdos se encontró un paquete no abierto que Lou Reed se envío a sí mismo por correo el 11 de Mayo de 1965, con 23 años. En ese paquete hallaron una cinta de magnetófono Scotch grabada cuyo contenido eran las versiones originales de «Heroin», «Pale Blue Eyes» y «I’m waiting for the man», con su compañero John Cale, además de varios temas inéditos. Esa cinta se convertiría en Words & Music, May 1965, con un estilo mucho más folk y alejado de la banda de terror impío, según definen, en la que se convertirían. Dicho legado, que sólo debía abrirse en caso de litigio, se ha conocido como el Poor man’s copyright (el copyright del pobre).
Ahora, se cumplen diez años desde que inesperadamente nos dejara, como siempre hacen los que no debieran marchar nunca. Los últimos versos de uno de sus poemas, «Waste», suponen otra de sus agujas que, en los surcos del alma, siempre sonará desgarrada:
«Cantáis mis canciones para demostraros / Que no sois una basura».
Pero Lou, cuyo funeral se llevó a cabo tras los 49 días que marca el Bardo de los budistas tibetanos, tuvo unas últimas palabras, según expresó Laurie Anderson, su mujer:
«Take me into the light!».
Era hora de abandonar la grieta.