Hacía varias giras que el telón era lo único visible al inicio de un concierto de Manolo García. Tejido marrón aterciopelado cubriendo un escenario sobrio y sobrado en el Teatro El Silo, en una localidad como Pozoblanco, ya habitual en los destinos puntuales de las giras de esta leyenda de la música hispana. Sin embargo, insuficiente para la demanda que suele suscitar cada una de sus visitas, aquí y en cualquier punto de la geografía patria, y por lo tanto ampliado a una segunda fecha que en un par de días lo traerá de vuelta al mismo suelo, contentando así a la otra parte de su legión de seguidores ávidos por disfrutar de su anhelado retorno. No olvidemos que tuvo que cancelar un amplio tramo del tour, con varios e importantes compromisos a medio cumplir, debido a una miocarditis que amenazó su salud durante buena parte del presente ejercicio. Alentado finalmente por sus indomables arrestos y tras el correspondiente alta médica, este rincón del norte de la provincia de Córdoba, centro y corazón de la comarca de los Pedroches, fue y es privilegiado testigo de un reinicio a la altura de cualquier renacimiento glorioso, aunque eso sí, algo atemperado por las circunstancias. El primero de muchos que vendrán, cada noche y en cada parada, y con el consecuente temple para torear los fugaces despistes en la letra de alguna canción y su tradicional ímpetu para entregarse al graderío en aras de una preservación cardíaca ahora imprescindible para continuar.
Tampoco es tarea fácil presentar los temas no de uno, sino de dos discos grabados prácticamente al alimón, cada uno con rasgos y enfoque diferentes, sin faltar al respeto a un repertorio repleto de momentos álgidos y picos de comunión con un público fiel como pocos a un artista y a un sello propio e inconfundible, de esos de los que prácticamente puede afirmarse están por encima del bien y del mal. Incluso de la grandeza de su propia carrera, a veces puesta en duda con cierta injusticia por quienes le achacan inmovilismo e incapacidad de traspasar unas barreras creativas en las que anda cómodamente instalado desde que decidió perpetuar la memoria propia y la de su mítica banda en una discografía que, pese a todo, alcanza momentos gloriosos cuya efectividad sigue refrendada en directo. No es García ningún capo escénico respecto a sus músicos, más bien la voz cantante de una sonoridad grupal identificable prácticamente a la primera. Acumulación de cuerdas (guitarras acústicas, eléctricas, españolas, laúdes) en arreglos aún más profusos que en sus grabaciones, base rítmica asentando cualquier tipo de filigrana instrumental, percusiones multiplicadas por su propio buen hacer con bongos, panderetas e incluso una puntual armónica, teclados que anclan más que adornan, y fundamentalmente una voz ubicua y múltiple, lúcida en el falsete de temas reposados como “Reguero de mentiras”, grave e intencionadamente mínima en la apertura, cómodamente sentado y armado de su guitarra, de “Los cítricos amantes” o el reinicio del concierto con “La llamada interior”, alargada en los requiebros aflamencados –otra seña de identidad- de “Dibujar en mi piel”, “Quisiera escapar”, “Azulea”, “El amante roto” y “Laberinto de sueños (En las geometrías del rayo)”, cubriendo el cupo de su producción más reciente, o domada por los años en los varios rescates de un currículo impecable. “Ya no danzo al son de los tambores” y “Lápiz y tinta” suenan sin embargo a presente, a una prolongación de lo que siempre han sido: Canciones enormes. Cambian las caras, los arreglos y las líneas vocales, pero prevalece la memoria, y ésta es eterna.
Su capacidad para transformar, revertir y revestir algunos temas sigue resultando admirable. A “Si todo arde” le baja las revoluciones, a “Nunca es tarde” le confecciona una envoltura reggae que la hace lucir mucho mejor que la estandarizada canción que grabó en su momento. “Con los hombres azules”, uno de sus más acertados ejercicios de memoria, contrapone el acento moruno al puramente acústico de “Por respirar”, “Diez mil veranos” y la previsible “Pájaros de barro”, con la que empieza sus pequeñas excursiones entre las butacas, lógicamente con la pasión desatada y la absoluta rendición de un teatro pequeño en aforo pero gigantesco en entrega. Otra cosa, ya sabida pero igualmente apreciable, es el cierre momentáneo con la infalible electricidad de “A San Fernando” y la indispensable versión, partida en dos para hacer partícipe al público de un maravilloso tramo final, donde Manolo agarra la acústica y secunda a una banda que sólo se puede hacer sombra a sí misma. Dirigida de nuevo por las guitarras de Ricardo Marín, no necesita más que la fidelidad a las teclas y percusión del eterno Juan Carlos García, la complicidad de dos veteranos de guerra como Charly Sardá a la batería e Iñigo Goldaracena al bajo, el virtuosismo del gran Josete Ordóñez con su sabiduría en todo tipo de cuerdas, y el desparpajo de un Víctor Iniesta cuya vistosa presencia se equipara a la de Olvido Lanza en el violín y los preciosos coros. Amigos que se entienden y se divierten tocando juntos, la primera premisa para que todas las piezas encajen.
Y tras la pausa, todo acaba por estar en su sitio. “Cabalgar la eternidad”, tal vez la única canción que ha compuesto García sobre el infierno de las drogas, “En una playa calma”, “Es mejor sentir”, “Un giro teatral” y “Un poco de amor” son las estaciones de paso necesarias para detenerse con más espacio y tiempo en otros cuantos hitos: “A veces se enciende”, ovacionada ya desde los primeros acordes, el sorpresivo regreso al set list de “Lejos de las leyes de los hombres”, de tono y resultado diferentes, esa joya digna de ser declarada patrimonio artístico universal titulada “Aviones plateados” y el verdadero tesoro de la noche, un “Mar antiguo” cuyas calmas aguas originales, basadas en guitarra acústica y teclados apenas acunando la melodía, suenan ahora bravas y travestidas de tormenta eléctrica con una efectividad insospechada. Un acierto no limitarse a recrear viejos éxitos, sino intentar reciclarlos en un continuo crescendo que justifica plenamente su inclusión en el repertorio. Para volver a terrenos ya conocidos de eficacia sobradamente probada ya están “Somos levedad”, “Prefiero el trapecio” y “Carbón y ramas secas”, las últimas andanadas de un oleaje de potencia y amor por el arte transmitidos desde un escenario que este señor hace suyo casi sin proponérselo. Y así, recordándonos lo importante que es, ahora más que nunca, la conservación de la ganadería, de todos los que labran la tierra y cuidan de sus animales para que al final sean ninguneados por la importación láctea desde territorio gabacho; y alabando la resiliencia demostrada por todos y cada uno de los ciudadanos de este bendito país ante los continuos desmanes perpetrados por una clase política endémica y totalmente desconectada de las necesidades del pueblo, don Manuel García García-Pérez, catalán de nacimiento, manchego de infancia y universal en su condición de artista, se moja, se implica y asoma la vena punk que por actitud siempre le ha acompañado, sea cual fuere el alcance de su música. Un artista consciente e implicado, que nunca se ha escondido, y que tampoco buscó jamás complacer a todo el mundo. Por eso, porque de cobardes e hipócritas está llena la escena, deberíamos sentirnos orgullosos de que gente como él siga peleando por lo que a todos nos corresponde. En sus canciones no sabemos si habrá tanta poesía como dicen, pero es evidente que en su figura hay mucha verdad. Muchísima.
Fotos Manolo García: Teatro El Silo