Julián Ruiz repasa la ascensión y derrumbe de esta enorme cantante, caída en desgracia y fallecida prematuramente a los 48 años. Hoy hubiera cumplido 60 años.
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Nunca entendí el distorsionado mensaje de José María Cano en la canción de Mecano, ‘No hay Marcha en NuevaYork’, un infantil pataleo porque una vez no le dejaron entrar en la discoteca Estudio 54 de Nueva York.
Claro que hay marcha en Nueva York. Sólo cuesta darle unos 20 dólares -ahora mismo serán bastantes más- al cancerbero de la puerta de la discoteca y se abren las puertas del paraíso de la noche.
Eso mismo es lo que hizo Tomás Muñoz, un alto ejecutivo de la vieja CBS-Sony para que pudieramos entrar en la discoteca que fue un icono del sonambulismo de la coca en los años setenta. Un lugar que le hubiera encantado a Freud, que era tan estrella como el mismísmo Truman Capote, al que era fácil verle camuflado con la estrellas del pop.
Aquella noche tuvimos mucha suerte. Pudimos ver a Narada Michael Walden, Patrice Rushent, Kid Creole, David Byrne y a la mismísima Whitney Houston.
Estábamos a finales de los felices ochenta. Narada era amigo mío mucho antes de que se descubriera como un gran pianista, como gran productor. Me hice amigo de él cuando era batería en el grupo de Santana. Fue quien me presentó a Whitney Houston. Francamente, me pareció un bombón, preciosa, con una sonrisa de angel, un tipazo, alta y elegante, extremadamente simpática.
Recuerdo que entonces sonó ‘Volare’, la versión rumba de los Gypsy Kings y todos nos fuimos a bailar como un homenaje hacia nosotros, porque ellos siempre creyeron que los Gypsy Kings eran españoles.
Whitney Houston había tenido un brutal éxito con su segundo álbum, producido por Narada, con aquel más que bailable ‘I wanna dance with somebody’. Ese ere mi caso.
Volví a verla en Munich dos años después, con la promoción de su álbum “I´m you baby tonight”. Todavía con más éxitos si cabe que el anterior. No había perdido esa sonrisa de millón de dólares. Atractiva, muy guapa, con un tipazo sensacional. Me acordaba aquello de Sting. Guapa, inteligente y, encima, simpática. Pero se acababa de casar con Bobby Brown. Jamás lo entendí.
Otra vez el cuento de La Bella y La Bestia. Bobby era un energúmeno que había tenido cierto éxito con New Editions. Ni cantaba bien ni era músico. Pero era una máquina como amante. Había tenido cinco hijos legitimados con otras tantas mujeres y muchos problemas con drogas, con polícía, con crack. El mundo de las tinieblas del rap, del hip-hop. Jamás ha dejado de tener los mismos problemas. Bobby Brown destrozó la vida a la princesa del pop.
La siguiente vez que ví a Whitney fue por supuesto, con el increíble éxito de “I will always love you”. No había perdido todavía el brillo de los ojos.
Me contó que fue Kevin Costner el que se había empeñado que cantara aquel viejo éxito de Dolly Parton. El cineasta, que tiene su propio grupo y es un fiel cliente de los viejos locales de música vaquera, sabía que las parejas de enamorados siempre se rendían a esta canción.
Uno mismo estaba también intrigado, porque el tema lo inicia en “acapella”, con una afinación perfecta, a pesar de que no había ni un sólo instrumento musical como referencia. Era como un milagro. Todavía me acuerdo la enorme sonrisa de Whitney, y como no me contestó. Años después, Dave Foster, el canadiense que había descubierto a las Corss y el productor del tema, me confesó que sí tenía una referencia armónica, pero que era igual. Whitney tenía la afinación más perfecta que había escuchado en su vida. Afinación perfecta oido perfecto…
Y narices rotas traspasadas por el polvo blanco, por el crack. Por aquel tiempo, me dijeron que Bobby le había hecho probar la heroína esnifada y que la consumía a profusión. La princesa cayó como un juguete roto. Ya no tenía voluntad. Bobby ejercía sobre ella una presión, un influjo y una gravitación tan increíble, como insoportable.
La última vez que ví a Whitney fue precisamente con Bobby. Fue en Vienna, tras un concierto desconcertante. Whitney había caido en las redes, pero Clive Davis trataba de salvarla de tantos naufragios en un inmenso mar blanco.
Quiso recuperarla con el notable álbum, “My love is your love”. Funcionó comercialmente a medias. La pobre gente de Arista-BMG Austria le había preparado un semi-fiesta, tras el concierto. Whitney se presentó más de una hora tarde, con Bobby de blanco. Parecía un “dealer”.
Whitney estaba bastante peor. Tenía la cara demacrada. La famosa cara de vicio. La cara del perdedor con las drogas. Ni luz en sus ojos ni su sonrisa maravillosa. Me impresionó muchísimo. Parecía una mujer cabreada con el mundo.
Había una botellas de champán por algunas mesas y empezó a tirarlas. “Este champán es una mierda”. Casi se cae al sentarse. Pero yo también me caía al precipicio, porque tenía que entrevistarla a continuación para televisión. Más o menos se acordaba de mí. Trató de ser simpática, pero contestaba con mucho monosílabos. Parecía odiar ya al cine. Y lo que es peor, odiaba al mundo. La imagen de un ángel caído. La princesa se había desvanecido y ni siquiera había posibilidad de que el beso de un principe pudiera despertarla de la pesadilla de las drogas.
Clive Davis, el viejo zorro de la industria, que la descubrió que la lanzó, que siempre creyó en ella, lloraba desconsoladamente la noche del sábado. Era su niña, su cariño, su princesa predilecta.
Otra vez, Bobby, que anoche lloraba en un escenario del Missisipi por la muerte de su ex-mujer. Bobby tiene una nueva mujer, su manager Alice y su séptimo hijo, Cassius, como Mohamed Ali. Ya no podrá jamás despertarla con alguna sustancia. Porque todas las sustancias se escaparon por el sumidero la bañera de la suite del hotel Beverly Hills.